Miren a este espécimen de la humanidad... cuán mediocre y ordinaria parece su estadía en ese sillón. La mirada absorta en las letras de "Operación Masacre", satisfaciendo su morbosidad al leer sobre gente torturada y asesinada. ¿Qué le importa lo que pasó hace más de medio siglo? Así, entre enojado y confundido, masculla en su interior ditirambos de culpa y remordimiento. Quien se aventura sobre los hondos espacios que ocupa la existencia tiene que pagar un precio, cualquiera; y a éste le pesa tanto esa elección que, si prestan atención, notarán una ligera inclinación de la columna hacia delante. No hace trabajos pesados y sin embargo parece aplastado, vencido, cansado. Sabe que no puede volver atrás, que no se han inventado las vueltas atrás para estas excursiones, que su arrepentimiento es vano. En ese momento de seguro recordaba las palabras de Buda: «El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional». Para él son la misma cosa, porque sufrir lo complace, lo hace sentir vivo. Nada más lejos de la verdad.
Mírenlo, de afuera despreocupado, agoniza por dentro. Este espécimen de la humanidad, cada vez un poco más retirado de la realidad, embebido de dudas y temores como si recién comenzara a andar por la vida. Pero no percibe eso, sino las letanías de mil viajes en círculos, la vetustez de su joven cuerpo, la ancianidad de su espíritu. No es la clase de fruto que permanece en el árbol, indiferente o que observa con renuencia los grandes saltos; tampoco es aquel que cae libremente por efecto de la gravedad, fruto completo, sin importarle el choque con la tierra ni rodar sin obstáculos sobre ella porque arriba se ha fortalecido y endurecido. Verde es el color de este fruto que, intrépido, saltó antes de tiempo y ahora no tiene fuerzas para rodar.
Vengan, descubran a este espécimen de la humanidad, de dedos torpes y alargados, que posee la osadía de sentirse compasivo, comprensivo, humilde. Nunca se ha mentido más el verde fruto. El intento de sofocar su egolatría lo ha hecho aún más ególatra; la petulancia le brota descuidadamente por los poros. Dejó de tolerar los «no», tampoco busca los «sí»; él, su mayor enemigo, ahora rehúye de los espejos como si de la plaga se tratase y se pregunta a dónde fue a parar ese Narciso.
Se ha equivocado, desde el mismo principio. Las virtudes no nacen en cunas de oro, sencillamente no nacen. Deben ganarse, sudarlas, incluso seducirlas; la propiedad no es gratis, menos aún los más altos adiestramientos. Es allí donde este espécimen de la humanidad, empequeñecido como lo ven, se plantará sobre los parajes de la templanza y, sin darse cuenta, se adueñará de esas palabras que con tanto esmero ha buscado. Sin darse cuenta hablará vida.
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