17 de junio de 2010

cosas que he aprendido - I

«Si usted quiere formarse ´un concepto claro´ de la existencia, viva. Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra terminal: ´Pero sí esto lo había pensado yo, ya´. Y ningún libro podrá enseñarle nada», esto decía Roberto Arlt allá por la década del ´30, advirtiendo de alguna manera los peligros de una superpoblación ideológica. Pero no sería erróneo pensar que esta frase tiene como intención solamente vituperar a los libros, ni tampoco reducir el fin de la existencia a unas simples palabras. Es un llamado a la madurez espiritual, allí donde la ignorancia le deja paso a la ingenuidad. ¿Es, entonces?

Si tomamos en consideración todas las doctrinas que existieron y existen, y luego tomamos todos los credos religiosos, y más tarde juntamos las ideologías políticas, y consecuentemente cada uno de los sistemas filosóficos, vamos a obtener como resultado «un concepto claro» del bullicio. Sabemos que todas estas doctrinas en algún punto se rozan (algunas más que otras) y a veces se oponen entre sí; pero su virtud, lo que las vulgariza, es la de llamar la atención del individuo, la de captar su duda; llanamente, todas y cada una de las doctrinas tienen como condición para su existencia la desesperación ajena. Los Testigos de Jehová, por ejemplo, tienden a prometer un juicio final y la estadía a la vera de Jesucristo a quienes atraviesan la vida en el infierno; claro, algunos pedirán -rogarán en súplica- una monedilla o dos, pues no es barato edificar una «casa de Dios» ni evitar que adelgacen los bolsillos de los predicadores. Dejemos al margen, sin embargo, el ejemplo fácil y obsceno, y enfilemos hacia las ideas más populares, más «modernas» y, en última instancia, más peligrosas. El patriotismo y el patriotismo reciclado son tan nuevos como aquél ocurrente que, con una ramita en mano, decidió dibujar una línea sobre la tierra y llamar a esa tierra «mi tierra»; sólo bajo el estandarte de este ideal ha podido la Alemania nazi hacer uso y abuso verbal de una propaganda antisemita, y de ejecutar a seis millones de personas en unos pocos años; sólo bajo esta bandera, los guardianes de la democracia por excelencia -adivinaron, los norteamericanos- incineraron dos ciudades japonesas en un abrir y cerrar de ojos, cuando Japón ya estaba incinerado; sólo con este pensamiento, brutal y contagioso, a nuestros militares les fue lícito arrojar barriles al mar con gente dentro; sólo así, con simplicidad, los rusos han podido justificar su masacre interna durante la época leninista. «El patriotismo es la virtud de los depravados», nos dice Oscar Wilde; los depravados no son los patriotas, sino quienes se alimentan de ellos. Y si de alimento hablamos, la sangre es una comida infrecuente en la dieta del patriotismo; antes aún prefiere aperitivos más comunes como la miseria y la ignorancia, aunque difícilmente no se deleite con su plato favorito: la obsecuencia. Schopenhauer acaba con la discusión de forma abrupta: «Todo imbécil execrable, que no tiene en el mundo nada de que pueda enorgullecerse, se refugia en este último recurso, de vanagloriarse de la nación a que pertenece por casualidad». Refugiarse como último recurso sobre algo es símil a un estado de desesperación. Y yo pregunto, ¿es, entonces?

No importa cuánto quieran negarlo o cuánto se resistan, es un hecho de la vida, que todas las doctrinas tienen la razón y la verdad de su lado. A las ideas, oriundas de la mente, les han sido legadas todas las virtudes y defectos del hombre, incluyendo su obstinación. Entonces no nos parecería extraño que un budista jamás encuentre al Dios hebreo, que a un musulmán le sea imposible escaparse del samsara, o ver a un pigmeo de la selva africana arder en alguno de los círculos del infierno. Quien es muy claro al respecto, es Jonathan Swift: «Tenemos bastante religión para odiarnos unos a otros, pero no la bastante para amarnos». Y es precisamente esta obstinación la culpable de las ya clásicas divisiones religiosas, las persecusiones políticas o incluso de las fraguas filosóficas, al tomar la forma de fetichismos, obsesiones -neurosis colectiva, en algunos casos. Es el escenario del «bullicio»: lees algún autor del existencialismo francés afirmando «la verdad es ésta», a otro del iluminismo alemán «la verdad es otra», prendes la tele para oír «esta otra verdad» de un ágrafo mercenario (ahora se hace llamar periodista), o a papi y a mami arrojando «verdades» como si éstas fueran chupetes usados y tu boca la de un recién nacido, o a tus amigos simplificando «asuntos fundamentales de la vida» a través de las reveladoras experiencias que les ha brindado el uso de Facebook, a tus clientes y jefes que hieden a papel moneda masticada especulando con el precio del dólar y las «verdades económicas», a la sociedad misma bombeándote aún en tu sueño las tres mil millones de «verdades» diferentes que se jacta de conocer. Pero no me escuchen a mí, sino a Goethe, iluminista alemán si alguna vez lo hubo: «Si los hombres, una vez que han hallado la verdad, no volviesen a retorcerla, me daría por satisfecho». Entonces, ¿es?

Nos dan a elegir entre la cruz o la llama, y ninguna, ni la cruz ni la llama, han «verdaderamente» existido.

Es un llamado a la madurez, pues en nuestra ingenuidad aún creemos que somos dueños de la verdad o que lo seremos en algún futuro, cuando ésta es dueña de nosotros, fetos espirituales, que nos ensuciamos los pantalones ante cualquier muestra de su autoridad.

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