«Si usted quiere formarse ´un concepto claro´ de la existencia, viva. Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra terminal: ´Pero sí esto lo había pensado yo, ya´. Y ningún libro podrá enseñarle nada», esto decía Roberto Arlt allá por la década del ´30, advirtiendo de alguna manera los peligros de una superpoblación ideológica. Pero no sería erróneo pensar que esta frase tiene como intención solamente vituperar a los libros, ni tampoco reducir el fin de la existencia a unas simples palabras. Es un llamado a la madurez espiritual, allí donde la ignorancia le deja paso a la ingenuidad. ¿Es, entonces?No importa cuánto quieran negarlo o cuánto se resistan, es un hecho de la vida, que todas las doctrinas tienen la razón y la verdad de su lado. A las ideas, oriundas de la mente, les han sido legadas todas las virtudes y defectos del hombre, incluyendo su obstinación. Entonces no nos parecería extraño que un budista jamás encuentre al Dios hebreo, que a un musulmán le sea imposible escaparse del samsara, o ver a un pigmeo de la selva africana arder en alguno de los círculos del infierno. Quien es muy claro al respecto, es Jonathan Swift: «Tenemos bastante religión para odiarnos unos a otros, pero no la bastante para amarnos». Y es precisamente esta obstinación la culpable de las ya clásicas divisiones religiosas, las persecusiones políticas o incluso de las fraguas filosóficas, al tomar la forma de fetichismos, obsesiones -neurosis colectiva, en algunos casos. Es el escenario del «bullicio»: lees algún autor del existencialismo francés afirmando «la verdad es ésta», a otro del iluminismo alemán «la verdad es otra», prendes la tele para oír «esta otra verdad» de un ágrafo mercenario (ahora se hace llamar periodista), o a papi y a mami arrojando «verdades» como si éstas fueran chupetes usados y tu boca la de un recién nacido, o a tus amigos simplificando «asuntos fundamentales de la vida» a través de las reveladoras experiencias que les ha brindado el uso de Facebook, a tus clientes y jefes que hieden a papel moneda masticada especulando con el precio del dólar y las «verdades económicas», a la sociedad misma bombeándote aún en tu sueño las tres mil millones de «verdades» diferentes que se jacta de conocer. Pero no me escuchen a mí, sino a Goethe, iluminista alemán si alguna vez lo hubo: «Si los hombres, una vez que han hallado la verdad, no volviesen a retorcerla, me daría por satisfecho». Entonces, ¿es?
Nos dan a elegir entre la cruz o la llama, y ninguna, ni la cruz ni la llama, han «verdaderamente» existido.
Es un llamado a la madurez, pues en nuestra ingenuidad aún creemos que somos dueños de la verdad o que lo seremos en algún futuro, cuando ésta es dueña de nosotros, fetos espirituales, que nos ensuciamos los pantalones ante cualquier muestra de su autoridad.
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