Las pestañas que no parpadean, inmutables. El ojo es un circo romano y sobre él desfilan un millar de manos ásperas, cargando, golpeando, mutilando. Los cestos se arremolinan y las escaleras, unas con otras, forman una hilera de crucifixiones. El sudor recorre la frente, las sandalias se agujerean desde abajo. La perfidia no es tema de ellos, gente sencilla; cabizbajos, con sus espadas de madera, se preguntan lo que la cabra de monte. Y siguen, arrastrando el polvo de la historia, microscópicos en el vasto océano, microbios en la tierra. Entre los dedos de los pies se junta la arena, lacerando el alma y la piel. El rocío de la mañana les es tan similar como la tormenta relampagueante; los días grises crecen en los desiertos y miran hacia arriba, augurando el mismo sino sobre comarcas parecidas, allá en el este. Evolucionan, votan, van a misa. De las velas a la electricidad y de los yelmos a los pañuelos. Engordan y se afean. El mismo sino. Se alinean sobre aceros candentes, halan las palancas y se alimentan de gomas quemadas. Domésticos, las jaulas modernas les sientan bien. Corren distancias que no llevan a ningún lado y piensan laberintos dentro de otros laberintos; todos los caminos conducen a Minos. Se olvidan, o nunca la aprendieron, la lengua natal, ahora cacofónica y chirriante igual al paso oxidado de un engranaje. La corbata es su lanza, la pastilla su escudo; y lo que galopan resiste el rocío de la mañana y las peores tormentas. Rechinan los dientes y apagan la luz.
Hoy los podemos ver, transeúntes suburbanos, con muchas correas en su mano en compañía de muchos perros. ¿Alguien nota la diferencia? Suena el despertador. Las pestañas deben parpadear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario