26 de febrero de 2011

voluntas

Quienquiera que busque «voluntad» en el diccionario, encontrará una gran cantidad de definiciones; desde la simple facultad de decidir y ordenar la propia conducta hasta, incluso, adjetivándola como una «potencia volitiva» que refracta un arcoiris de pasiones durante determinado acto. Si se lee apropiadamente, se podrán encontrar distintos ejemplos en los autores, de antaño y contemporáneos por igual, atormentados y, en ocasiones, impasibles frente a la responsabilidad de comentar, definir y explicar tanto la palabra como el hombre que la esgrime. Nietzsche, por ejemplo, debió añadir un concepto de pertenencia al poder cuando la llamó «voluntad de poder», de la misma manera que, en una forma un poco más vulgar y generalizada, el léxico popular suele adherir «fuerza» a la voluntad, como si por sí sola no lograse su acometido. Es evidente que el lenguaje sufre de cismas conceptuales -la voluntad es una de las que más sufre de este padecimiento.


Si se indagara aún más sobre esta «anemia» de la voluntad, la encontraríamos junto a calificaciones como «buena» o «mala», «divina» o «última», a fin de representar distintas expresiones y con el pretexto de instruir al buen samaritano a no confundir la «buena voluntad» con la «mala voluntad» pero, sí de ocultar los mecanismos a través de los cuales cada una de ellas funciona; la «divina voluntad», por el contrario, es la única voluntad a la que el hombre no puede acceder aunque, algunos de ellos, disfrazados a la usanza de los dioses, han hablado y hecho uso de ella para promover sus propias voluntades tanto más corrompidas que divinas.


Cuanto más los pensadores de la antigüedad, filósofos, teólogos, científicos o cualquier persona que cruza silbando por la calle, procuran establecer los elementos que delinean la idea del ser «poderoso», menos relevancia les atribuyo al dinero, las posesiones, las virtudes, la fuerza o la mente, y más presto atención a cómo se interpretan las palabras sobre las cuales estos seres no sólo han sido encasillados junto a ellas, sino también encallado en sus orillas. "¡Levad anclas!", digo pues, no hay más que lenguaje en las cabezas de los afanosos proclives a etiquetar absolutamente todo con una «venérea voluntad»


Así como es una de las más castigadas, también es una de las más importantes: no es una «acción», o un «conjunto de acciones», tampoco refiere a la «dirección» de algo o a la inclusión de la «fe». La «voluntad» es la consecuencia de muchas palabras dentro de ella; es la que resplandece pensamiento y acto en un pestañeo; es el mismo pestañeo dentro de otro pestañeo; es fuerza y debilidad, poder y servidumbre, vida y muerte. Dicho todo esto, ¿existe un conjunto de eruditos dedicados anualmente a trazarla dentro de un diccionario? Quizá, algún día, no demasiado lejos, alguien nos libere de esta clase de «voluntades»

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