21 de enero de 2011

síntomas autobiográficos, 4ta parte

Habrá sido cuarto o quinto grado cuando la profesora, de robustas caderas y ancho trasero, preguntó sorpresivamente, mientras le vibraban esos globos que tenía como cachetes y hundía la mirada achinada sobre la clase, cómo hacían los alumnos sobresalientes para ser precisamente eso. Sólo en un schüle puede decirse tal cosa; en una escuela pública sería un escándalo de proporciones mediáticas. Casi de inmediato, uno de mis compañeros, cuya naturaleza verborrágica y desenvoltura había desarrollado una distancia espacial entre nuestra consciencia prepúber y la de él, prorrumpió en gritos e indignado en respuesta al desprecio por el estudiante regular (él, por supuesto, el primero en usar un arito en la oreja, el primero en debutar; un sujeto de vanguardia, de esos que acostumbran a dictar determinado rumbo para la grey). Y pese a los reclamos, al calmarse los ánimos de protesta a medias generalizada, la maestra giró la cabeza hacia mi dirección. Me quejé un poco, aunque no renegué de las ofrendas; pero, al final, simplemente mencioné que estudiaba con antelación y me iba a la cama temprano, rutina que no convertía a nadie en un alumno sobresaliente. Satisfecha, la profesora prosiguió con la lección. Es obvio que ni me anticipaba al estudio ni me iba a la cama temprano; antes aún prefería desvelarme con el televisor y, si estudiaba, lo hacía a último momento junto a un dejo de fastidio que enajenaría a todo el cuerpo académico. ¿Qué era, entonces, aquello que me calificaba como alumno sobresaliente? ¿Estudiar un poco? Tarea para cualquiera. ¿Presentismo? Faltaba cada vez que podía. ¿Padres adinerados? Nunca tuvieron un peso. ¿La casualidad de poseer cabello rubio y ojos claros? La mitad de la escuela entraba en esa descripción. Y ahora, observándolo desde lejos, me es lícito descubrir y afirmar, sin asombro aunque algo espantado, que el alumno sobresaliente era definido por su obsecuencia.
Años después, libre ya de esa obsecuencia, uno es capaz de deducir con franqueza que las maestras nunca han servido dádivas a la rebeldía.

En cierta ocasión, Sonia Rojas me comentó una frase de su profesor: «La educación no distingue entre el método de ensillar a un caballo y el de enseñarle a un nene a sentarse en una silla»

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