5 de mayo de 2010

la doctrina del «hijodeputismo»

El «hijodeputismo» bien entendido (salvando sus diferencias con el de Samuel Tesler) es aquel que rebate la afirmación de muchas masas histriónicas y forjadas a luz corporativa, de que el «hijodeputismo» es privilegio exclusivo de los pobres e ignorantes, en especial de los llamados pibes chorros, de los limpiavidrios y de cualquier negrito con actitud que esgrima una efigie amenzante. La ceguera imparcial de estas masas histriónicas forjadas a luz corporativa es tal que, ante un mínimo indicio de inseguridad o de algo que amenace su aburguesada sensación de virginidad social, vuelcan todo su ingenio a desenterrar soluciones decimonónicas y propias de algún antiguo estado que solía empalar a los inadaptados; sin embargo, el recurso más utilizado es aún anterior, característico de la época feudal y cuyo amanecer hizo grandes a ciudades egipcias, babilónicas, etc. No importa cuánto nos esforcemos en ilustrar a un miembro de estas masas histriónicas; incluso en la negación, preferirá construirse un muro a su alrededor y recurrir a la frenología, antes que saber las razones -esas de fondo, casi sin importancia- por las cuales ha sido o será víctima de este mal genético.
A título de hacer un paréntesis, no sería cortés olvidarnos de los nuevos soñadores, sobre cuya visión apocalíptica descansan las antípodas de los anteriores. Acaso urgidos por una cosmovisión harta sugerida dentro de sus círculos de presenciar en el término de sus vidas naturales la total devastación del planeta -ahora yermo, repleto de eriales, habitado por una miseria proporcionalmente escatológica, y atravesado por campos y campos de cadáveres-, es consecuente, incluso entendible, que se pretenda identificar todos los males del ser humano (incluyendo al «hijodeputismo») de forma lacónica: a través del dinero y de cómo este, literalmente, nos roba toda libertad. Para ello, la respuesta debe ser igual de simple: sin dinero no hay esclavitud, por tanto hay libertad. Va incluso más allá: sin dinero, todos somos buenos y, sin quererlo, cacheteamos cariñosamente la mejilla de la religión. ¿Cuántos han fantaseado, a lo largo de la historia, con un sistema equitativo para todos en el que la corrupción sea un ente famélico y la violencia una mala digestión, como si el estado fuera el único culpable de esta gastritis humana? Aquellos que pregonaban libertè, ègalitè, fraternitè y luego los otros que escribían en las paredes de Rusia todo el poder a los soviets, aún lamentan las diferencias cósmicas entre sus ideas y la puesta en práctica de las mismas a manos de Napoleón primero, de Lenin después.
Entretanto, las masas histriónicas continúan construyendo muros más y más altos a fin de que los supuestos «hijodeputistas» no logren boquetearlos cuando, en realidad, son partes fundamentales de este complejo «hijodeputismo» al que suelen contribuir con educada ignorancia. Sin embargo, el gestor absoluto (como alguien que lo pone en práctica por primera vez y no como si en verdad lo hubiese parido) de esta doctrina proviene de más arriba: de los poderosos y de los que anhelan el poder. Los grandes «hijodeputistas», sentados en su trono, han matado con su indiferencia y egolatría en un año lo que a un «hijodeputista» de menor rango le puede costar diez o tal vez veinte ciclos vitales.
Pero el «hijodeputismo», como toda doctrina, no trata de cantidad sino de calidad. Resulta poco relevante que un «hijodeputista» sea grande o chico, cuando sencillamente es un «hijodeputista». Si nos remontáramos a sus origenes, lo hallaríamos en un sinnúmero de culturas que lo considerarían un comportamiento apropiado y, en algunos casos, hasta obligatorio. Si bien es cierto que la inserción social de los cúmulos más empobrecidos reduce abiertamente el crimen, no debe confundirse esto de ninguna forma con el «hijodeputismo», pues éste, vaporoso y huidizo, escapa a cualquier experimento o noción metafísica que lo pueda encerrar dentro de una jaula, sólo para recordarnos, no sin cierta conmiseración, que los ricos y educados también pueden ser unos hijos de puta.

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