14 de junio de 2011

como dos gotas de agua

Finalmente he anclado en Hurlingham que, por la gracia del Dr. William Cadogan, lleva ese nombre en virtud del club construido sobre la casa del buen doc. Se dice que el "Hurling" era un deporte irlandés, y si a ello le unimos "ham" (casa), obtenemos Casa de Hurling. Uno creería que el nombre de la ciudad llevaría consigo una historia un tanto más excitante, algo más autóctona pero indistinta a la de cualquier Polo Club, cuyos nombres extranjerizados y arquitectura colonial, atraen una mucosa hilera de esnobs tanto más seducidos por el status que por el verde colorido de la campiña.

Alejándose del centro de la ciudad y a través de su concéntrica disposición de casas de alto perfil, nos vamos encontrando con un paraje que bien podría ser confundido con alguno del Conurbano Bonaerense; y esto es, precisamente, porque se repite bastante a sí mismo. He vivido casi la totalidad de mis 28 años como porteño, y este lugar, estas personas, eran para mí ignotas, espacios vacíos, meros fantasmas de la lejanía, y ahora forman parte de mi extraña incursión hacia lo inexplorado, lo exótico, como si de alguna manera procurara simular el sentimiento de los primeros conquistadores (ellos impíos, vacuos y decididamente aviesos): el corazón late con mayor rapidez, la respiración se entrecorta, el miedo a toparse con algún aquelarre de la antigüedad se torna fresco, la inmensa expectativa de hallar nuevos tesoros permanece intacta.

Pero no hay ramas obstaculizándome o prístinos manantiales de cuyas aguas, se decía, fluía la vida eterna; siquiera una bandada de indios con lanzas y flechas. Todo ha sido occidentalizado y el buen trabajo de los conquistadores pagado buen rédito: las afueras de la ciudad se han urbanizado y arropado aquella vieja usanza europea llamada civilización. Las costumbres, afortunadamente, han sabido echar raíces y sigue siendo más probable un acto de bondad aquí que en la Capital. Los sonidos son diferentes, así también como el aire: en ellos se mezclan niños jugando sobre la calle con un fuerte viento, una reunión familiar acompañada por una canción cuartetera que sin dudas en la metrópoli sería identificada como cumbia o alguno de sus más nuevos y vulgares derivados musicales. Nunca falta el joven en motocicleta y su novia, detrás, rodeándolo con sus brazos alrededor de la cintura, quizá la estampa más evidente de la juventud. En ocasiones aparecen coches viejos, modelos en desuso, bombeando hacia afuera, en oleadas de graves, aún más tonadas cuarteteras; en el verano y a falta de aire acondicionado, los vidrios polarizados se repliegan, paradójicos. Los timbres no funcionan a base de electricidad, sino al irregular tamboreo de los aplausos. Las tormentas rugen con más fuerza.

Es otra tierra, no exenta de la ponzoña posmoderna, pero es otra tierra, a lo lejos, donde la gente se ha asentado, se ha acoplado, se ha mimetizado. Las paredes ajadas nos cuentan tiempos difíciles, arduos, de mucha labor y lenguas arenosas. Han prevalecido, sin embargo, y soy testigo de ellas, gotas de agua, que se han filtrado laberínticas hasta tomar la forma de una advertencia: el agua moja, dondequiera que estés.

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