26 de marzo de 2011

creer o reventar

Me pregunto si el campesinado del feudalismo se veía atrapado y suspicaz de todo lo que le rodeaba, siempre y cuando esos pensamientos se hubiesen desarrollado dentro de una esfera laica, y no al cabo de visitar a la autoridad religiosa de la comarca, confesarse frente a él y luego persignarse a guisa de penintencia. Me pregunto si hesitaba de su condición de campesino, si dudaba en agarrar el rastrillo a la hora en que su señor lo llamaba a la guerra, aún consciente que de no hacerlo se vería desterrado de sus propias tierras. Pero el campesino no era un hombre letrado, reflexivo y, de serlo, no entraba en discusión consigo mismo o con otros; ante todo, existía la urgencia de sembrar los campos, cuidar de su familia y no contradecir, bajo ninguna circunstancia, a su maestro. Por tanto, si debemos señalar cuestionamientos existenciales en la época feudal, es necesario redirigir la atención hacia las momificadas plumas de los monasterios y, más tarde en la historia oficial, dentro del naciente grupo de mercaderes y comerciantes. Pues, entonces, la pregunta es inevitable: ¿cuál es el uso práctico de un campesinado letrado y relfexivo?

No es nueva la noción (y, en ocasiones, la sensación) de que el mundo entero, en cualquier momento, se va a venir abajo. Esas visiones apocalípticas nos tocan el hombro al percibir la fragilidad del hombre frente a entes artificiales como la guerra o, incluso, frente a los de índole "en apariencia" natural como los terremotos, tsunamis, etc. Si se logra escapar de los canales habituales de información y recurre a internet en busca de alguna respuesta, se topa con una infinidad de teorías especulativas, opiniones de "periodistas", periodistas independientes, videos trucados con After Effect, hasta encontrar personas que se ganan la vida aseverando que el Príncipe Carlos es un reptil del espacio exterior y cuya misión es dominar al mundo. Sin embargo, aunque resulte difícil atravesar toda esa marejada de alambres oxidados y bocas que lamerían el suelo al módico precio de dos pesos, si se persiste obstinadamente en la búsqueda, y se ejercitan los métodos para discernir entre lunáticos y fraudes con aquellos que no parecen serlo, de tener suerte podrá hallar algún resquicio de veracidad, apelando por supuesto a cierto "sentido común".

De esta manera, alguno podrá conocer -por así decirlo. Multinacionales como Monsanto adueñándose a nivel global de toda forma de alimento, contaminando cosechas milenarias como las del choclo en México o enfermando las plantaciones algodoneras de la India, causando suicidios masivos entre los granjeros que, incapaces de cubrir los gastos, se ven forzados a pedir préstamos y de nuevo perderlo todo. Por demás está mencionar cuán inocua e infantil resulta la imagen de Bill Gates, aquel monpólico por excelencia, si se la compara con la de estas bestias engullidoras, prototipos cabales, casi prístinos, del libre mercado y del libre albedrío. También podrá ilustrarse sobre HAARP (High Frequency Active Auroral Research Program), una investigación que respondería a los sistemas de defensa por entonces requeridos a través del proyecto Star Wars de Reagan y que, consecuentemente, derivó en lo que algunos científicos creen una nueva arma de escalada militar permitiendo, entre otras cosas, modificar el clima y, de acuerdo a los más arriesgados, provocar terremotos o movimientos sísmicos, con la extraordinaria ventaja de no dejar rastros, lo cual sería imposible para el atacado determinar si lo fue en absoluto. El nivel de credibilidad entre una situación de abuso corporativo y un arma de destrucción masiva con ínfimas posibilidades de ser rastreada varían enormemente, a excepción del segundo caso, donde existe evidencia tangible de que la patente del "Rayo Mortal" fue adquirida por Eastlund, uno de los arquitectos del proyecto Star Wars; el "Rayo Mortal" suponía en principio un láser de alto poder destructivo y su inventor, el genio más oscurecido y menos famoso de la historia, Nicola Tesla.

Se deja por sentado que el poder de imaginación queda en manos del criterio de cada uno, la información no es única e inequívoca y, aún peor, cualquier balancín se inclinaría en favor de una inferencia paranoica a una evidente deducción. Lo que no se deja por sentado es esto: así como el campesinado era obligado a guerrear a fin de no morirse de hambre, el hombre posmoderno es obligado a trabajar. Y mientras las migajas de los campesinos modernos se hacen cada vez más pequeñas, no puedo evitar pensar en los reyes de hoy, indignos de su corona, oprobios de nuestros ancestros, en el terrible error de confundir simples campesinos con hordas de verdaderos reyes, intelectuales, guerreros, aristócratas y cortesanos, mercaderes, inventores... No puedo evitar imaginármelos, presos de su lujo, presos de su poder, trémulos frente a estas hordas que, en cualquier momento, dirigirán su mirada hacia ellos y, ¡alabado!, terminen con la cabeza en una estaca.

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