7 de diciembre de 2010

con el dedo señalando

Nosotros, aciagos pocos, que de hermandad no entendemos, lloramos mucho más de lo que sangramos. Enfilamos hacia donde ni héroes ni generales se atreverían, no a pelear, sino a vislumbrar: una hilera detrás de otra de arcaicos montes, aún surcados por una corriente verdácea y clara cuyo reflejo nos devuelve la imagen de mil serpientes enredadas en una cabellera.
Somos los batidores de la humanidad que, sobre sus deshilachadas barbas posamos nuestras manos con el afán de acicalarlas y, arriba de nuestros corceles, cabalgamos hacia un horizonte inalcanzable incluso para los ojos más aguzados.
Renegamos de nuestra vista, de nuestro oído, hasta de nuestra propia lengua; arrebatamos lo que otros han construido con esfuerzo y engaño, y lo convertimos en la chuchería de un infante. La realidad es para nosotros una sílaba abstracta y el miedo sólo una concatenación de caracteres y, de mientras, escupimos contra el viento, pues sólo así sabremos si nos cae en la cabeza o no.
Allí, donde los magnates pulen sus dientes y el campesino afila su rastrillo, eregimos una catedral de duda e incertidumbre; ellos, trémulos y gráciles de espíritu, dejarán entonces sus quehaceres para asistir a la nueva iglesia, poco ortodoxa, quizá protestante, seducidos por la suave lírica de nuestra orquesta.
Los árboles, a la sazón, cimbrarán con vientos nunca antes soplados, todo el mundo beberá de copas de madera el agua que nosotros hemos traído desde los montes y verán, en el cielo, densos nubarrones trayendo consigo las gotas de lluvia que supieron una vez ser serpientes.

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