En mi vida he cometido dos errores de los cuales me arrepiento profundamente y que, bajo una lupa actualizada, hasta me resultan nauseabundos. El primero de ellos, si bien el menos dañino, fue participar en el concurso Clarín Novela, allí donde unos cuantos campechanos de los negocios como yo procuramos abrirnos paso a través de la marejada de basura folletinesca que casi supera en abundancia a las películas hollywoodenses. Aunque uno puede aceptar no ganar, o no ser mencionado o, incluso, tolerar la insolencia de no devolver las copias de la obra, nadie debe o debería continuar presentándose; y esta afirmación, por más tiránica e imperativa, trasciende los rumores de los tan famosos «arreglos», como el papelón de Planeta en 1997 cuando la editorial «premió» a Piglia por su extraordinaria contribución a la pelusa de mugre de la literatura contemporánea: Plata Quemada.
Después de atender las recientes investigaciones que está llevando a cabo la justicia, respecto a Ernestina Herrera de Noble y su aún no probado atropello de adoptar en sospechosas circunstancias a dos pibes de desaparecidos, y al vulcanizado estallido que le sucedió a los informes sobre la adquisición ilegal de Papel Prensa S.A. por parte de Clarín, La Nación y La Razón, y aún antes, luego de descubrir paulatinamente la ávara mecánica de estas corporaciones que dicen -ahora gritan- informarnos con hechos, entregarles una obra a esta gentuza sería un acto aberrante, la antítesis de mis principios, algo pecaminoso hasta para un ateo, en resumen, un consciente intento de prostitución tanto en espíritu como en intelecto.
El segundo error fue votar a Mauricio Macri como Jefe de Gobierno; nunca en la vida me he sentido tan avergonzado ni humillado como ciudadano, como votante, ante tamaña metida de pata. Previo a esas elecciones, los medios divulgaban una prédica expresamente dirigida a aquellos desprevenidos que pensaban al matrimonio K como inquebrantable, insoslayable, casi monárquico. Esa puerilidad civil le valió a este país un espectáculo de pudor ajeno; el conflicto entre el campo y el gobierno por las retenciones mínimas nos brindó imágenes humanamente ominosas, ¿o seré solo yo, junto con mi memoria ambulante, quienes recordamos los galones de leche vertidos con regocijo sobre el concreto de las rutas cortadas? Y los que vimos en Mauri una suerte de oposición política, nos agarramos la cabeza en seguida y ahora ni siquiera la asomamos al ser partícipes directos de la peor gestión en la historia de la Ciudad de Buenos Aires.
Una mención aparte merece lo que está sucediendo con los colegios tomados; de un lado la apática reacción del gobierno porteño, del otro la propaganda oficialista obligada a explotar los deslices de sus competidores. ¿Cómo? ¿Los jóvenes de pronto se han investido con disfraces de héroes y pelean por sus derechos? Y así, mediante un movimiento lúdico de manos, aparece la Liga de la Justicia juvenil al rescate de todos los pobres estudiantes que hasta ahora han soportado los terribles avatares de asistir a una educación digna; no se dejen engañar, lejos están estos jóvenes de los de Atenas, de la Noche de los Lápices, y a miles y miles de años luz de un posible Mayo Francés, algo en lo que suelen incurrir algunos periodistas cuando confunden, a veces a propósito, a veces producto de su propia estupidez, a un alumno del Tomás Acosta con un universitario de la Sorbona de la década del sesenta.
Los párrafos anteriores quizá expliquen mis errores, de ninguna forma los justifican. No hay peor ciego que el que no quiere ver; equivocados, a esto le llaman «ignorancia». Yo no lo llamo así.
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