¿Existirá sensación tan única, tan increíblemente indescriptible, soberanamente escatológica, como la de pisar distraido y en un día lluvioso un mojón mojado de perro? Dejamos una huella en ese mojón mojado, de la misma manera que el mojón mojado la deja en nuestra suela; se forja una relación pues, lavaremos la suela tarde o temprano y recordaremos el incidente, y el mojón mojado se secará -si es que alguien no lo baldea antes- y nos mostrará el mapa detallado de la parte de la suela que lo pisó. Pero, ¿cómo relatarle a alguien que pisamos un mojón mojado de perro? ¿Qué palabras, qué términos podrían usarse? Y... «Pisé mierda» suele ser la alternativa más común. «Es de buena suerte», contesta el otro. Pero no debemos esperar mayor profundidad en una conversación sobre esta experiencia tan trivial; al contrario, nuestra expectativas se cumplen al tratarla con superficialidad, diligencia y, quizá, una gota de humor que le sirve de cortina al incipiente y reprimido desprecio. Y uno debe preguntarse: ¿será la mierda, será el caracter mundano de pisarla o será que nos hemos vuelto demasiado mundanos con todas las cosas o que, en resumidas cuentas, hemos dejado de distinguir entre un mojón mojado de perro y los asuntos fundamentales de la vida?
Las mismas combinaciones guturales parecen enredarse sin esmero e incluso penetrar en el núcelo de las situaciones más antagónicas; entonces «miedo» a la cárcel y «miedo» al ser apuntado con un arma se consignan y pronuncian, lingüísticamente hablando, idénticos. «Amor» a un equipo de fútbol y «amor» a una mujer tampoco sufren variaciones, a menos claro que a alguien se le ocurra escribir «amor» con «H», como a Poncela. Pero si pensáramos cada palabra para cada suceso que aconteciese en un tiempo y espacio diferente al anterior, nos encontraríamos con infinitas variaciones, propias a las palabras de cada individuo, resultando en un caos comunicacional donde la relación más significativa que tendríamos sería con un mojón mojado de perro pisado.
En efecto, las limitaciones del lenguaje no han escapado a los primeros filólogos y al mismo tiempo salen espantadas de los semióticos, con quienes mejor se entenderían. El lenguaje ha sido, es y será el principio de estandarización del ser humano, su cápsula frente al mundo; llamar al espacio «espacio», adjetivarlo como «infinito», se ha asimilado con el angustiante proyecto de contar los días e inventar los segundos. La tiranía de la palabra se ha extendido incluso hasta los medios de comunicación quienes, con el hábil uso de su ingeniería, han endulzado al rebaño con una canción hipnótica y repetitiva que sería capaz de arrancar a Odiseo de su poste.
Así pues, propongo que juntemos las manos, inclinemos la cabeza y oremos sin palabras por la obliteración de estas de los diccionarios.
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